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Entre buñuelos y torrijas

La Semana Santa me evoca muchas cosas. En primer lugar, mi memoria recala en el Domingo de Ramos, “el día de la palma” lo llamaba yo de pequeña. Y es que durante mis tiernos años infantiles este día señalado solo tenía una finalidad. Todo mi universo giraba en torno al chupete de fresa gigante que me compraba mi madre al punto de la mañana. Llegaba la hora de comer y yo seguía retorciendo mi lengua en torno a sus curvas peligrosas…

En este ejercicio de memoria, el siguiente paso me lleva a ver a mi padre y mi abuelo vestidos de cofrades. Mi padre era el capirote más alto de la cofradía. Adivinarle detrás del hábito era la prueba de fuego durante la procesión. Mi abuelo era fácil, dirigía el paso. Él si vivía la Semana Santa como algo grande. Creo que era la fecha del año más emblemática para él. Y en su día, para mí también tuvo que serlo. De algo debió servir reposar mis huesos durante  quince años en un colegio de monjas, aunque el efecto era retornable porque ya ha sucumbido al olvido.

En aquellos maravillosos años, no me perdía ninguna procesión. Mi corazón latía acompasado al ritmo de cientos de tambores. Mi mente se nublaba cuando veía a los bombos con las manos ensangrentadas, ¿para qué? Los misterios de la Semana Santa. El viernes, mi madre y yo comprábamos una bolsa bien cargada de chucherías, buscábamos un hueco y echábamos la tarde en la procesión del Santo Entierro. La jornada se hacía digerible esperando como agua de mayo ver a “La coronación de espinas” doblar la esquina.

El Torneo Cesaraugusta era otro de esos momentos clásicos. Allí he estado de espectadora, de azafata y ahora de periodista. Este fin de semana, en el que Zaragoza echa la persiana, la combinación de aire libre, deporte y ambientazo era difícil de rechazar. Yo siempre con el Barça, y el Barça nunca ganaba. Cría cuervos…

Así pasaban los días, cada año un calco del anterior. Así, hasta que la rutina infantil se desmiembra y la vida deja paso al caos.

Este año he tenido suerte. Al menos, por una vez, hay tiempo incluso de echar la vista atrás y hacer un revival de los mejores momentos. Dos días de fiesta, a estas alturas de la novela, son un regalo caído del cielo.

“¿Qué vas a hacer estos días?”

“Voy a dedicarlos a mi familia y mis amigos. Voy a exprimirlos rodeada de mi gente. Da igual dónde y cómo. Esta vez solo me importa el con quién”.

Y ella se echó a reír. “Espera que se me cae una lagrimilla…”     

Y es que suena peliculero pero es así.

Hoy toca el Santo Entierro, un año más. Aunque me temo que no habrá ni bolsa de chucherías, ni paciencia para ver asomar a “La coronación de espinas”. Yayo, estos días realmente te echo de menos.

Mal fario porque llueve a mares.

“Dicen que mañana va a llover”, dijo él. “Bueno, en realidad mañana es hoy”. Yo le escruté de medio lado y le regalé una honesta sonrisa. “¡A ver si va a empezar a caer ahora y la liamos!”.

No sé cuanto tardó, me cuesta hilar esos minutos, se me escapan de la madeja. El caso es que hoy la lluvia me ha despertado. ¡Ves!, tenías razón. La torre de La Seo se me ha colado por la ventana empapada. Sus piedras centenarias también lloran a la Semana Santa.

Mientras, yo aquí me quedo, esperando a que salga el sol

1 comentario

Smi -

¿como puedes escribir tan bonito?, seguro que tu yayo desde donde este ve la Semana Santa y lee lo que escribes.Sigue así y animo